lunes, 19 de agosto de 2013

Capítulo 3 - Dana

El viernes fue un día común para Dana, con todos aquellos momentos simples que la hacían ser felíz. La diferencia era que aquel día empezaba el fin de semana, así que tenía permitido ir a la casa de Bruno a pasar la tarde, cenar, e incluso quedarse a dormir. Su mochila aquellos días tenía en su interior un cambio de ropa para jugar fútbol al día siguiente, una costumbre de “los pibes”.
A la salida del colegio intercambiaron muchas bromas, codazos y cosquillas, pero hubo una frase que Dana aprovechaba para decir a la mínima oportunidad que tenía.
—¡Ahí va Camila! —exclamó, y el muchacho no supo si creerle o no. Su amiga, después de todo, tenía por costumbre molestarlo con el asunto.
No obstante, el chico se arriesgó a darse vuelta y la vio: acompañada por su grupo de amigas, una rubia de gestos elegantes pero simpáticos pasó cerca, sin percatarse de que la estaban mirando.
El joven se quedó en otro mundo por un rato, del cual lo sacó la estruendosa risa de su compañera, a quien mandó a callar a pesar de la sonrisa en su expresión.

Al llegar, los recibió la dueña de la casa: una amable mujer de la cual Bruno había heredado todos los rasgos del rostro, hasta las pocas pecas que había en sus mejillas.
Siguieron la rutina: almorzaron, tomaron unas galletitas (aquellas que Liliana, la madre del chico, preparaba especialmente para las visitas de la joven) y subieron a la habitación. Fue el chico quien prendió la computadora, pero ella quien se sentó en el lugar privilegiado, más que dispuesta a revisar por enésima vez los archivos de su mejor amigo, en busca de algo entretenido para hacer.
Lo que más le agradaba de su compañero de aventuras era que, si bien le brillaban los ojos al mirar a la muchacha de la división “B” (el curso contiguo al suyo, siendo ellos ambos de primero A), no se la pasaba buscando y mirando chicas. Porque si bien a ella no le irritaban muchas cosas (y entre ellas no estaba un mero tema de conversación), cuando las charlas se tornaban monótonas e incomprensibles para sus oídos, ella cambiaba el tema, fuese cual fuese el anterior. Y era lo que solía pasar cuando había chicas de por medio.

—¿Alguna vez pensaste —comenzó a decir él en determinado momento, y la chica dejó de tararear la banda sonora del juego, sin quitar la vista de la pantalla— en la casa de en frente?
Dana pausó el juego. Lo miró, dedicándole una sonrisa.
—¿En qué habrá dentro? —preguntó con mirada cómplice, intuyendo los pensamientos de su interlocutor.
—O en por qué nadie la habita —y cuando dijo esto, la muchacha compartió la misma exacta mirada con él previa a guardar el juego.
Antes de que hubiese llegado a suspender la máquina, Bruno ya estaba en la puerta. Pero ella tenía otro plan. El escritorio estaba justo al lado de la ventana, así que le tomó un segundo a la muchacha tomar carrera y saltar por ésta al jardín trasero. La casa era de piso simple, por lo que la ventana estaba sólo a metro y algo del piso, y ella no encontró ningún obstáculo ni razón para no hacerlo.
Él sólo rio y, cuando apareció la cabeza de Dana diciendo ¿venís? por el marco, le hizo señal de que se corriera, y la imitó.
El patio del chico era pequeño, y se conectaba con el (aún más pequeño) jardín que tenía al frente el hogar. Cruzaron esa pequeña conexión y saltaron por encima de la valla, siempre al mismo tiempo y tomando carrera, cosa de competir. Dana ganó, como siempre, y no perdió la oportunidad de reírse de su amigo.
Sólo tuvieron que cruzar la calle (ni siquiera miraron antes de cruzar, en aquel pueblucho no había casi vehículos): Bruno vivía justo en frente de Dana y, por lo tanto, de la enorme mansión que estaba al lado de ésta.
La desilusión se la llevaron cuando se dieron cuenta de que el portón de hierro estaba fuertemente cerrado. La joven pensó en escalarlo (era incluso más alto que ella, y presentaría una dificultad, pero a ella le encantaban los desafíos), mas luego pensó que su compañero quizá no pudiese seguirla.
Él se la quedó observando, sin entender por qué ella se había quedado estancada con los barrotes entre las manos.
—¿Qué pasa? —inquirió, sorprendido por lo estático de la muchacha.
—Que no creo que podamos pasar al otro lado —respondió ella suspirando, soltando la verja y dando un par de pasos hacia atrás.
Bruno la codeó.
—Vos podés, seguro —la animó, sabiendo que lo que ella más deseaba en el mundo era saber qué había detrás de aquellas altas paredes.
Ella, sin embargo, le sonrió, con aquella sonrisa tan auténtica y sencilla.
—Pero vos no —y cuando vio que el chico abría la boca, chasqueó la lengua—. Y yo no voy a ningún lado sin mi compañerito de aventuras, Bru Bru. Ni en joda.
El joven rio un poco, y su amiga le pasó el brazo por detrás del cuello.
—La siguiente aventura que propongo, joven Bruno —añadió ella, mientras lo acercaba a sí—, es una que ni el hombre más valiente podría rechazar.
—¿Y esa cuál es, señorita Dana? —curioseó el con diversión, a pesar de saber de memoria la respuesta.
—Una travesía hacia la heladería de la cuadra de al lado —y en cuanto dijo esto, echó a correr—. ¡El que llega último paga!
Bruno tardó un poco en reaccionar, pero acabó por disparar tras ella en cuanto pudo. De todas formas, agradeció mucho el siempre llevar consigo algo de dinero, porque el historial aseguraba en un cien por ciento que él perdería.
Ella, por su parte, hizo un deseo mientras cerraba los ojos y dejaba que el viento le pegase de lleno en la cara, y se enorgulleció de su pelo corto, que nunca se le metía de por medio en aquellos momentos. Mientas sus pies hacían poco y nada de contacto con el suelo, y Dana podía imaginarse a sí misma con un par de alas en la espalda, pidió que alguien, por el motivo que fuera, ocupara la casa. Y si ese alguien era una chica… se prometió a sí misma, y al Destino, que si eso pasaba, entonces daría lo mejor de sí para hacerse amiga; que no perdería aquella oportunidad por nada del mundo.


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