El viernes fue un día común para Dana, con todos aquellos momentos
simples que la hacían ser felíz. La diferencia era que aquel día empezaba el
fin de semana, así que tenía permitido ir a la casa de Bruno a pasar la tarde,
cenar, e incluso quedarse a dormir. Su mochila aquellos días tenía en su
interior un cambio de ropa para jugar fútbol al día siguiente, una costumbre de
“los pibes”.
A la salida del colegio intercambiaron muchas
bromas, codazos y cosquillas, pero hubo una frase que Dana aprovechaba para
decir a la mínima oportunidad que tenía.
—¡Ahí va Camila! —exclamó, y el muchacho no
supo si creerle o no. Su amiga, después de todo, tenía por costumbre molestarlo
con el asunto.
No obstante, el chico se arriesgó a darse
vuelta y la vio: acompañada por su grupo de amigas, una rubia de gestos
elegantes pero simpáticos pasó cerca, sin percatarse de que la estaban mirando.
El joven se quedó en otro mundo por un rato,
del cual lo sacó la estruendosa risa de su compañera, a quien mandó a callar a
pesar de la sonrisa en su expresión.
Al llegar, los recibió la dueña de la casa:
una amable mujer de la cual Bruno había heredado todos los rasgos del rostro,
hasta las pocas pecas que había en sus mejillas.
Siguieron la rutina: almorzaron, tomaron unas
galletitas (aquellas que Liliana, la madre del chico, preparaba especialmente
para las visitas de la joven) y subieron a la habitación. Fue el chico quien
prendió la computadora, pero ella quien se sentó en el lugar privilegiado, más
que dispuesta a revisar por enésima vez los archivos de su mejor amigo, en
busca de algo entretenido para hacer.
Lo que más le agradaba de su compañero de
aventuras era que, si bien le brillaban los ojos al mirar a la muchacha de la
división “B” (el curso contiguo al suyo, siendo ellos ambos de primero A), no
se la pasaba buscando y mirando chicas. Porque si bien a ella no le irritaban
muchas cosas (y entre ellas no estaba un mero tema de conversación), cuando las
charlas se tornaban monótonas e incomprensibles para sus oídos, ella cambiaba
el tema, fuese cual fuese el anterior. Y era lo que solía pasar cuando había
chicas de por medio.
—¿Alguna vez pensaste —comenzó a decir él en
determinado momento, y la chica dejó de tararear la banda sonora del juego, sin
quitar la vista de la pantalla— en la casa de en frente?
Dana pausó el juego. Lo miró, dedicándole una
sonrisa.
—¿En qué habrá dentro? —preguntó con mirada
cómplice, intuyendo los pensamientos de su interlocutor.
—O en por qué nadie la habita —y cuando dijo
esto, la muchacha compartió la misma exacta mirada con él previa a guardar el
juego.
Antes de que hubiese llegado a suspender la
máquina, Bruno ya estaba en la puerta. Pero ella tenía otro plan. El escritorio
estaba justo al lado de la ventana, así que le tomó un segundo a la muchacha
tomar carrera y saltar por ésta al jardín trasero. La casa era de piso simple,
por lo que la ventana estaba sólo a metro y algo del piso, y ella no encontró
ningún obstáculo ni razón para no hacerlo.
Él sólo rio y, cuando apareció la cabeza de
Dana diciendo ¿venís? por el marco,
le hizo señal de que se corriera, y la imitó.
El patio del chico era pequeño, y se
conectaba con el (aún más pequeño) jardín que tenía al frente el hogar.
Cruzaron esa pequeña conexión y saltaron por encima de la valla, siempre al
mismo tiempo y tomando carrera, cosa de competir. Dana ganó, como siempre, y no
perdió la oportunidad de reírse de su amigo.
Sólo tuvieron que cruzar la calle (ni
siquiera miraron antes de cruzar, en aquel pueblucho no había casi vehículos):
Bruno vivía justo en frente de Dana y, por lo tanto, de la enorme mansión que
estaba al lado de ésta.
La desilusión se la llevaron cuando se dieron
cuenta de que el portón de hierro estaba fuertemente cerrado. La joven pensó en
escalarlo (era incluso más alto que ella, y presentaría una dificultad, pero a
ella le encantaban los desafíos), mas luego pensó que su compañero quizá no
pudiese seguirla.
Él se la quedó observando, sin entender por
qué ella se había quedado estancada con los barrotes entre las manos.
—¿Qué pasa? —inquirió, sorprendido por lo
estático de la muchacha.
—Que no creo que podamos pasar al otro lado
—respondió ella suspirando, soltando la verja y dando un par de pasos hacia
atrás.
Bruno la codeó.
—Vos podés, seguro —la animó, sabiendo que lo
que ella más deseaba en el mundo era saber qué había detrás de aquellas altas
paredes.
Ella, sin embargo, le sonrió, con aquella
sonrisa tan auténtica y sencilla.
—Pero vos no —y cuando vio que el chico abría
la boca, chasqueó la lengua—. Y yo no voy a ningún lado sin mi compañerito de
aventuras, Bru Bru. Ni en joda.
El joven rio un poco, y su amiga le pasó el
brazo por detrás del cuello.
—La siguiente aventura que propongo, joven
Bruno —añadió ella, mientras lo acercaba a sí—, es una que ni el hombre más
valiente podría rechazar.
—¿Y esa cuál es, señorita Dana? —curioseó el
con diversión, a pesar de saber de memoria la respuesta.
—Una travesía hacia la heladería de la cuadra
de al lado —y en cuanto dijo esto, echó a correr—. ¡El que llega último paga!
Bruno tardó un poco en reaccionar, pero acabó
por disparar tras ella en cuanto pudo. De todas formas, agradeció mucho el
siempre llevar consigo algo de dinero, porque el historial aseguraba en un cien
por ciento que él perdería.
Ella, por su parte, hizo un deseo mientras
cerraba los ojos y dejaba que el viento le pegase de lleno en la cara, y se
enorgulleció de su pelo corto, que nunca se le metía de por medio en aquellos
momentos. Mientas sus pies hacían poco y nada de contacto con el suelo, y Dana
podía imaginarse a sí misma con un par de alas en la espalda, pidió que
alguien, por el motivo que fuera, ocupara la casa. Y si ese alguien era una
chica… se prometió a sí misma, y al Destino, que si eso pasaba, entonces daría
lo mejor de sí para hacerse amiga; que no perdería aquella oportunidad por nada
del mundo.